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La pesadilla del castigo eterno

Por Marco Serna
La pesadilla del castigo eterno o del remordimiento, por muchos años hizo añicos mi tranquilidad mental.
Muchas fueron las noches que pasé en vela, siempre haciendo un análisis concreto del día, en relación a mi comportamiento. No lograba dormir. Temblaba también al imaginar “el fin del mundo”.
De niño siempre rezaba a la Virgen María, un Padre Nuestro y al “niñito Jesús”, porque así me lo inculcaron. Todo estaba programado, yo ni idea tenía de lo que mencionaba.
Mucho temía irme al infierno, todavía sin conocer la obra de Dante, ni mucho menos había hecho un análisis de esas escrituras que se consideran sagradas con una madurez mental superior, para decidir por cuenta propia, la filosofía de vida.
A mis 8 años, imaginaba al infierno como algo realmente tenebroso.
Fueron las instrucciones recibidas en el Instituto Motolinía, las que me instalaron un programa para “ser un hombre de bien”, pero éstas no fueron meras recomendaciones, sino órdenes exigidas por la autoridad de ese Instituto de los años ochenta que yo conocí.
Recuerdo bien su nombre. “Susana” era la madre que a muchos nos maltrató físicamente. Mis compañeros de generación podrán dar su historia, pero en ese entonces nuestros padres consentían tal situación y eso evitaba todo tipo de reclamo.
Jalones de orejas, horas en el sol, y tablazos con objetos que ahora son utilizados por bandas del crimen para atormentar a sus víctimas, fueron usados contra nosotros cuando éramos niños en esa escuela que tanto prestigio presume.
En mi caso, mis pecados eran dos: Ser inquieto y preguntón.
Siempre iba más allá, las respuestas no me satisfacían, pero eso estaba prohibido al menos para esa mujer que llegó a ocupar el cargo de Directora.
5 de 6 maestras que tuvieron a mi cargo la educación primaria, se salvan de esta crítica, pero algunas, daban aviso de mi mal comportamiento a la “madre Superior”, y ella se encargaba de lo necesario y “bien que me arreglaba”.
Recuerdo su mirada de odio hacia mi persona, sus pellizcos y regaños, al menos cada tercer día, y una vez que la vi afuera del templo central, ni siquiera me digné a saludarla.
Crecí con miedo en esas paredes, como un títere, siempre queriendo quedar bien con las autoridades educativas, independientemente de las altas calificaciones que obtuve porque las gané con temor.
Al llegar a la Secundaria Manuel José Othón hice de mi libertad libertinaje y con honor llegué a presumir mi carta de regular conducta. Igual pasó en la Preparatoria.
Los principios que trataron de inculcarme, han pasado a segundo plano, y mis deberes morales los cumplo a mi manera, tal vez en una clara reacción de resentimiento hacia los maltratos expresados.
Jamás me sentí orgulloso por haber sido alumno de esa escuela, pero siempre que veía a un pequeño con el uniforme, generalmente, rogaba porque las cosas fuesen distintas.
Al parecer, la situación no ha sido muy diferente.
Un caso ha puesto en entredicho la conducta de las autoridades de ese plantel, en el cual se argumenta por un lado “un niño problema” y por el otro, “un maltrato infantil” sumamente delicado.
De entrada se sabe que en medio se encuentra el orgullo de familias poderosas, cuyas acciones ocurridas en el Instituto Motolinía, las enfrentan entre sí. “Que se obligó a un menor a beber el contenido de un recipiente de jugo, pero éste tenía orines”, mientras que por su parte, la Directiva del plantel argumenta “que ignoraba el contenido”.
El caso que se rodeó de total hermetismo y que no quisieron se hiciera público en los medios de comunicación, es como una mecha que está a punto de estallar, por eso sería conveniente se convocara a una rueda de prensa para aclarar las dudas.
Independientemente de la conducta del menor, éste no deja de ser un niño, y sus profesores tienen la obligación de utilizar los métodos necesarios para regular su conducta, y si no pueden, deben expresar el fundamento de su ineficacia, pero jamás denigrar con castigos como el que se cuenta, la personalidad de un niño que apenas comienza a diferenciar la reglamentación moral.
Existen muchas generaciones de esa escuela, tal vez con resultados positivos. Yo hablo de lo que sentía. De lo que yo viví. Y respeto las experiencias de quienes no estén de acuerdo conmigo, porque esa es su historia. Esta es la mía, pero a la mayoría de mis compañeros, los he visto envueltos en mayores escándalos que quienes no recibieron ese tipo de instrucción.
Divorcios, hijos nacidos fuera de matrimonio, homicidio en agravio de un taxista, hasta esquizofrenia, son algunas historias de quienes fueron mis compañeros de clase. A algunos otros, los vi dañando la integridad de los animales como nunca antes. Matando gatos a batazos, quemando gallinas vivas con gasolina, poniendo cohetes en aves, y cosas así, con el uniforme de la escuela. Otros crecimos inseguros y somos malhablados en extremo. Coincidencia o no, algo pasó, y para aquellos que equiparan mi razonamiento con la demencia, les pido que tomen en cuenta lo aquí expresado. Yo fui alumno del Instituto Motolinía y allí me maltrataron como no ocurrió en ninguna otra academia de estudios. No hace mucho logré evadir esa celda del castigo eterno: Si Dios es amor, ¿Sería capaz de permitir que sus hijos ardieran eternamente en el infierno?

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